De la crisis económica a la trascendencia del capital

Peter Hudis

Una gran parte de la izquierda no es capaz de ver la actual crisis económica como una crisis estructural del capitalismo en la que el capital lucha por una redistribución del valor desde el trabajo al capital como un medio de supervivencia propia frente a la disminución tendencial de la tasa de ganancia. Sin este reconocimiento, es muy difícil plantear la cuestión de una alternativa viable al capitalismo. Basado en una presentación a la Convención de Julio de la Organización Internacional Marxista Humanista en Chicago – Editores.

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Andrea Rizzo

La actual crisis económica mundial, la más grave desde la década de 1930, está causando un sufrimiento incalculable a millones de personas y muestra pocas señales de mejora. Más bien al contrario: se está extendiendo cada vez más, con una recesión que continúa estrangulando la economía estadounidense, una crisis en la Eurozona que se intensifica, y unas tasas de crecimiento en países como China, India y Brasil que empiezan a declinar. El desempleo en Estados Unidos y en la mayor parte de Europa sigue estancado en niveles cercanos a la depresión, a pesar de haberse gastado billones de dólares en rescates bancarios y programas de estímulo económico. La mayoría de los gobiernos occidentales tienen poco que ofrecer ahora, salvo la exigencia a las personas más necesitadas de apretarse el cinturón con duras medidas de austeridad no solo durante los próximos años, sino durante las próximas décadas.

En respuesta a esta situación, han surgido algunos de los movimientos sociales más prometedores de las últimas décadas, desde las protestas del 15-M en España, las huelgas de trabajadores y estudiantes en Grecia hasta el movimiento Occupy Wall Street en Estados Unidos. Estos movimientos populares han contribuido enormemente a poner de manifiesto la desigualdad generalizada y la marginación que caracteriza al capitalismo moderno. Muchos en estas luchas están buscando ideas y perspectivas que puedan dar sentido a estas realidades y que ayuden a llevar su lucha al siguiente nivel. La batalla de ideas dentro de estos movimientos está, en algunos aspectos, poniéndose en marcha.

Actualmente se ofrecen dos explicaciones para la actual crisis económica: una es que se trata de una crisis estructural, la otra es que no es estructural, sino un resultado innecesario y arbitrario de la ineptitud política y la codicia corporativa.

Este no es un debate académico. Si la crisis no estuviera estructuralmente arraigada a la naturaleza del capital y fuera el resultado de políticas equivocadas y de los caprichos subjetivos de algunos individuos, el capitalismo difícilmente podría ser señalado como culpable, lo cual llevaría a pensar que no existe ninguna razón objetiva para plantear una alternativa al capitalismo. Si la crisis está estructuralmente arraigada a la naturaleza del capital, la situación es, por supuesto, muy diferente.

Paul Krugman, un economista keynesiano estadounidense que, junto con Joseph Stiglitz, es ampliamente seguido por el movimiento Occupy Wall Street, así como por otros movimientos, expuso que: “Muchos expertos afirman que la economía de los Estados Unidos tiene grandes problemas estructurales que impedirán una recuperación rápida. Sin embargo, todas las pruebas apuntan a una simple falta de demanda, que podría y debería subsanarse muy rápidamente mediante una combinación de estímulo fiscal y monetario. No, el verdadero problema estructural es nuestro sistema político, que ha sido deformado y paralizado por el poder de una pequeña minoría adinerada. La clave de la recuperación económica está en encontrar la manera de superar la influencia maligna de esa minoría”[1]. Y añade: “La verdad es que la recuperación sería tan fácil de lograr que resulta casi ridículo: lo único que necesitamos es revertir las políticas de austeridad de los últimos dos años y aumentar temporalmente el gasto” [2].

Sin embargo, algunos pensadores conservadores de la derecha están ofreciendo una explicación muy diferente. Argumentan que la crisis sí es estructural, pero a lo que quieren aludir con esto es al alto nivel de deuda pública. Como escribió Yuval Levin en un reciente ensayo en The Weekly Standard: “Tenemos la sensación de que el orden económico que conocimos durante la segunda mitad del siglo XX no va a regresar y que en realidad hemos entrado en una nueva era para la que no estamos muy bien preparados… Estamos, más bien, en la cúspide del colapso fiscal e institucional de nuestro estado de bienestar, que amenaza no solo el futuro de las finanzas gubernamentales sino también el futuro del capitalismo estadounidense”[3]. Este es el discurso al que se adscriben en gran medida tanto los republicanos de Romney como los demócratas de Obama y es su único argumento tangible con respecto a la magnitud de la austeridad necesaria para reducir los déficits.

En contra de estas dos posturas, quiero argumentar que la crisis actual no es producto de la mera ineptitud política y la codicia individual, sino que tiene sus raíces en la crisis del capital. La corrupción política y la codicia corporativa no son la causa sino la consecuencia de esa crisis. La crisis estructural del capital tampoco es una mera cuestión de niveles de deuda, sino una crisis de rentabilidad y una nueva acumulación de capital.

¿Dónde están las pruebas? En primer lugar, si es cierto, como afirma Krugman, que todo lo que se necesita para superar la crisis es aumentar el gasto público, de ello se deduce que el propio capitalismo no tiene por qué ponerse en tela de juicio. Es cierto que las propuestas de estímulo económico que el presidente Obama estableció poco después de asumir su cargo en 2009 eran demasiado limitadas como para hacer mella en el creciente desempleo. No obstante, en conjunto, se inyectó una cantidad astronómica de dinero en la economía de los años inmediatamente posteriores a la crisis financiera de 2008: billones de dólares por parte de la Reserva Federal de los Estados Unidos y más de un billón de dólares por parte de la Unión Europea. De esta manera, el capitalismo mundial se salvó de caer por el precipicio, pero resultó ser insuficiente para revertir la propia crisis. ¿Por qué?

La razón, diría yo, se debe a que las medidas de estímulo keynesianas ya no son suficientes para resolver la crisis estructural más profunda que subyace en la situación al borde del colapso del 2008: la caída de los índices de beneficio que ha plagado al capital mundial durante décadas.

Como Marx mostró en su libro “El capital”, la acumulación capitalista ocurre principalmente a través del consumo productivo: el capital “engrandece con el valor” al consumir una parte cada vez mayor de la riqueza social. La única fuente de valor y ganancia es la mano de obra activa. No obstante, en la medida en que la proporción de mano de obra activa disminuye en relación con el capital, debido al aumento de la productividad y la innovación tecnológica, la tendencia de los índices de beneficio es disminuir. Esa tendencia se ha agudizado desde mediados de los 70.

En otras palabras, lo que muchos han denominado la “economía posindustrial”—la sustitución de la mano de obra en el punto de producción por formas cada vez más innovadoras de dispositivos que sustituyen esa mano de obra— es precisamente la causa de la crisis estructural del capital que Marx predijo en su obra hace más de un siglo.

Cuando los índices de beneficio permanecen endémicamente bajos, ¿cómo responde el capital? Tratando de redistribuir el valor de la mano de obra al capital, para obtener la fuente de riqueza monetaria necesaria para alimentar el voraz apetito del sistema productivo. Esta redistribución del valor no debe confundirse con la esfera de distribución per se, que, según Marx, tiene una importancia secundaria y complementaria en comparación con la esfera de producción. Se refiere más bien a la distribución de los elementos de producción (mano de obra, medios de producción y beneficio), que es intrínseca a la lógica de la acumulación de capital. El enorme crecimiento de la desigualdad de ingresos que el movimiento Occupy Wall Street y las protestas europeas contra la austeridad se han encargado de poner de manifiesto, es simplemente la expresión de esta tendencia subyacente a redistribuir el valor del trabajo al capital.

Si examinamos más de cerca la crisis de la deuda europea, podremos verlo claramente. ¿Por qué Grecia está tan enfangada? No es porque tuviera un gasto social inusualmente grande. De hecho, Alemania gasta en bienestar social un porcentaje del PIB mucho más alto que Grecia. Tampoco se debe (como algunos han afirmado) a que los trabajadores griegos no trabajan lo suficiente; en realidad, los alemanes trabajan de media muchas menos horas en comparación con los griegos.

En realidad, el hecho es que, en los años previos al 2009, los salarios griegos subieron mucho más rápido que los salarios en Alemania y otros países del norte de Europa. Los costes unitarios de la mano de obra en Alemania aumentaron un 7% desde que se adoptó el euro en 1999, mientras que los salarios griegos aumentaron un 42%, los italianos un 30% y los españoles un 35%. Los costes laborales de Alemania en relación con los de otros países que utilizan el Euro cayeron un 15% desde 1999, y un 25% en comparación con los países más pobres.

Los costes laborales de Alemania disminuyeron en comparación con otros países porque había impuesto, hacía más de una década, un programa de reestructuración y austeridad económica generalizado. Como señala correctamente el comentarista del grupo de poder Joseph Joffe: “La reestructuración impulsó la rentabilidad [en Alemania], no el tipo de cambio”[4]. Esto obligó a millones de alemanes a firmar contratos de trabajo temporales que a menudo tienen una remuneración menor a lo que gana habitualmente el trabajador promedio alemán de clase media. No obstante, no fue Angela Merkel y los conservadores los primeros en imponer esta forma de austeridad salarial, sino el socialdemócrata Gerhard Schroeder.

Este afán de austeridad, que tanto “éxito” ha tenido en Alemania, ha sido, en realidad, el motor de una mayor integración europea. El Tratado de Maastricht de 1992, que precedió al euro, proponía un límite de endeudamiento del 3% a cada nación para fomentar la reducción de los salarios y del gasto público. Fue un esfuerzo para “alemanizar” Europa a través de la “disciplina fiscal”. La adopción del euro tenía por objetivo promover esta meta. Además, a esto se debe que no se estableciera ninguna disposición que facilitara la salida de la eurozona. ¡No iban a permitir que los países salieran si no les gustaban las políticas de austeridad!

Los marxistas han comprendido desde hace mucho tiempo, como escribió Rosa Luxemburg, que “es una ley inherente al método de producción capitalista que se esfuerza por unir materialmente los lugares más distantes, poco a poco, para hacerlos económicamente dependientes unos de otros, y finalmente transformar el mundo entero en un mecanismo productivo firmemente unido”[5]. Contrariamente a la visión ingenua expresada por algunos pensadores de izquierda, como Jürgen Habermas, nunca se trató principalmente de un esfuerzo por crear una Europa más “cosmopolita” y “democrática”. Fue en gran medida para imponer la austeridad continental como condición para una mayor acumulación de capital. Sin embargo, había un fallo importante en este proyecto: la unión monetaria no iba acompañada de una unión fiscal o política. Europa no es una entidad unificada; carece de un centro económico y político. Italia y España permitieron que las tasas salariales subieran más rápido de lo esperado, y la Unión Europea (UE) carecía de un mecanismo para evitarlo.

En pocas palabras, el hecho de que exista un impulso orgánico para reducir los niveles de vida y los salarios por parte del capital no significa que este tenga éxito en todo momento en el logro de su objetivo. Como argumentaba Rosa Luxemburg hace un siglo: “Todas las leyes del método de producción capitalista son simplemente ‘leyes de la gravedad’, es decir, leyes que no se mueven en línea recta por el camino más corto, sino que, por el contrario, proceden con constantes desviaciones en direcciones opuestas”. [6]

En cualquier caso, la canciller alemana Merkel ha declarado que no está dispuesta a comprometer una inyección masiva de capital alemán al Banco Central Europeo (BCE) para rescatar a España e Italia, a menos que la UE acepte una estructura más centralizada que pueda imponer austeridad a nivel continental. Sin embargo, esta es una medida arriesgada: Si Alemania se niega a proporcionar el dinero en efectivo, España e Italia podrían hundirse y la Eurozona podría desintegrarse, con graves consecuencias hasta para la propia Alemania. Sin embargo, no está claro si existe alguna institución en Europa, incluido el BCE, que pueda aportar las enormes cantidades necesarias para un rescate sostenido, incluso si Alemania cede. Como señala Martin Wolf: “Si los que tienen buen crédito se niegan a apoyar a los que están bajo presión, cuando estos no puedan salvarse a sí mismos, el sistema, sin duda, caerá”[7]. ¿Entonces que ocurrirá? Nadie lo sabe.

Es bastante incierto, por no decir totalmente hipócrita, que Merkel diga que es “injusto” pedir que Alemania rescate a los países más pobres de Europa solo porque estos últimos no pusieron orden en su propia casa. Todo el mundo sabe que los países más ricos de la UE siempre han repartido enormes cantidades de dinero a los más pobres (cualquiera que haya estado en Barcelona y vea el avanzado estado de su infraestructura, financiada en gran medida por los impuestos alemanes, sabe de lo que estoy hablando). Sin embargo, esa es precisamente la cuestión: la UE no tiene ningún problema en repartir fondos cuando se trata de inversiones de capital, pero es otra historia muy diferente cuando se trata de proporcionar fondos para pagar el estado de bienestar y el aumento de los salarios relativos.

Sin embargo, esto no implica necesariamente que la solución para esta situación pase por que países como Grecia simplemente abandonen la Eurozona; aunque es más que probable que Grecia no tenga otra opción, durante el próximo año, que hacerlo. Si Grecia abandona el euro, su economía puede ganar algo de tiempo devaluando su moneda, lo que abarataría sus exportaciones. Sin embargo, el problema es que Grecia (a diferencia de Argentina, por ejemplo, que devaluó su moneda tras el colapso financiero de 2001) no tiene mucho que exportar. Para que sus exportaciones sean competitivas, los salarios tendrán que bajar. Como señala un analista: “Hasta cierto punto, todo gira entorno a la devaluación. Ayudaría a que los salarios griegos bajaran en relación con el resto del mundo para que el país pudiera ser competitivo en los mercados de exportación. Una moneda más débil lograría recortes salariales, estimados en un 40%, de la noche a la mañana en lugar de en un periodo de varios años, como es probable que ocurra si Grecia permanece con el euro”[8]. De cualquier manera, Grecia está entre la espada y la pared: si mantiene el euro se verá obligada a una mayor austeridad y, si no lo hace, el resultado es en gran medida el mismo.

Esto no significa que las masas griegas, y mucho menos las de otros lugares, se enfrenten a una situación en la que la resistencia a la tendencia actual a la austeridad sea esencialmente inútil. En primer lugar, el legado de una resistencia combativa y sostenida, incluso en un país o lugar relativamente pequeño, puede tener un impacto tremendo en el estímulo de la movilización social a gran escala, lo que conduce a un ataque directo contra el capital mundial. En segundo lugar, en momentos específicos es posible que las masas impongan controles a las rapaces demandas del capital al menos a corto plazo. El descontento y la movilización social pueden forzar a los poderes a retirarse temporalmente mientras la población insiste en que se dedique más riqueza social a la mano de obra y al consumo individual, incluso si eso contradice la ley de movimiento del capital. La lógica del capital nunca es completamente homóloga con sus manifestaciones históricas en momentos particulares.

No obstante, está claro que la trayectoria del capitalismo global es que ha respondido al colapso financiero de 2008 con un intento cada vez más desesperado de redistribuir el valor de la mano de obra al capital, destruyendo los servicios gubernamentales y el gasto social, forzando la caída de los niveles de vida e imponiendo la austeridad económica a varios niveles. No se trata de una mera medida efímera ni tampoco es un enfoque que promovido tan solo por un sector del poder político: es el enfoque que han adoptado los principales partidos políticos y personalidades asociadas al sistema.

¿Hacia dónde va todo esto? La respuesta, de nuevo, se puede encontrar en la obra de Marx. En el tomo 3 de El capital, escribió: “Un desarrollo de las fuerzas productivas que redujera el número absoluto de trabajadores y permitiera a la nación realizar toda su producción en menos tiempo produciría una revolución, ya que pondría a la mayoría de la población fuera de acción”[9].

El punto de Marx es que, aunque la tendencia del capital es reducir su dependencia de la mano de obra, se enfrenta a “barreras características” que impiden que esta tendencia se haga plenamente realidad. Una de ellas es la amenaza de la revolución social por parte de los trabajadores desempleados que son dejados de lado a medida que el capitalismo se vuelve cada vez más productivo. El capitalismo no se rinde mansamente a esta amenaza subjetiva, ni tampoco pone fin a la tendencia del capitalismo de reemplazar la mano de obra creadora de valor por nueva maquinaria en el punto de producción. En cambio, en diversas coyunturas históricas, el capitalismo responde al riesgo de que sus acciones “produzcan una revolución” aumentando el empleo de trabajadores no productivos, al tiempo que reduce, absoluta y relativamente, el número de trabajadores creadores de valor en el punto de producción.

Esto explica el importante crecimiento de una economía de servicios y de un sector público en el capitalismo moderno. Sin embargo, dado que el capitalismo es continuamente impulsado a reducir la proporción de mano de obra pasiva (o capital), con el tiempo incluso el excedente de empleo relativo de los trabajadores no productivos es atacado por el capital.

Esta es la situación a la que nos enfrentamos hoy en día, como se observa en el esfuerzo concertado de numerosas facciones del capitalismo global para reducir el número, los salarios y beneficios de los trabajadores de los servicios públicos, especialmente a través de medidas de austeridad. ¿Será esto contraproducente desde el punto de vista del capital, al “producir una revolución” por parte de los cada vez más marginados por el sistema? La respuesta a esa pregunta depende de si surge una alternativa viable al capitalismo.

Digo una concepción viable, porque el talón de Aquiles de los movimientos y teóricos anticapitalistas, desde los marxistas ortodoxos a los anarquistas y desde los teóricos críticos de la Escuela de Frankfurt a los liberales de izquierda, es la suposición de que el capitalismo se centra en las relaciones de intercambio anárquicas mientras que el “socialismo” se define por el intercambio organizado y la producción planificada. Lo que se está pasando por alto, aunque resulta evidente al analizar los fallidos regímenes capitalistas de estado que se hacían llamar a sí mismos “comunistas” tanto en Rusia, como en la China de Mao y la Cuba de Castro, es que el capitalismo es completamente compatible con las relaciones de intercambio “organizadas”. Como escribió Raya Dunayevskaya en 1950, la “oposición no está entre la ‘anarquía’ y la ‘planificación’, sino entre el plan del capitalista, que siempre es despótico en su forma, y el plan de trabajo libremente asociado, que siempre es cooperativo”[10]. Lo que ha frenado el esfuerzo por forjar una oposición sostenida y exitosa al capitalismo es la estrecha concepción de una nueva sociedad sostenida por muchos de sus oponentes. En lugar de teorizar sobre cómo abolir el capital a través de un nuevo tipo de relaciones laborales y humanas que prescinda de la producción de valor, demasiados han abogado por una u otra forma de controlar o domar el capital. El problema con este enfoque, sin embargo, es que por su propia naturaleza el capital no puede ser controlado, ni siquiera por la élite intelectual más iluminada. Una vez que el capital emerge como la forma predominante de mediación social, toma vida propia y configura el comportamiento de los agentes sociales de acuerdo con su voluntad, independientemente de cualquier esfuerzo por controlarlo. Por estas razones, en El capital, Marx se refirió al capital como el sujeto de la sociedad moderna.

De ninguna manera debemos asumir que el fracaso en la teorización de una alternativa a la producción de valor capitalista solo caracteriza a los elitistas y a los autoritarios. ¡Se necesita mucho más que buena intención para teorizar una alternativa al capital! Esto se ve especialmente en la obra de Leon Trotsky, quien argumentó que: “La medida capitalista de valor y todas las consecuencias que desde allí se derivan” también opera en un “estado obrero”[11].

Dado el fracaso de los posmarxistas en la teorización de una alternativa viable al capitalismo, ¿desde dónde retomamos el esfuerzo actualmente? Tal como Marx nos proporciona la comprensión de la naturaleza de la actual crisis del capital, diría yo, su trabajo proporciona un concepto de lo que necesita para trascender al capital. Como demuestro en mi nuevo libro, Marx’s Concept of the Alternative to Capitalism(El concepto de Marx de la alternativa al capitalismo), Marx no solo criticó a la sociedad existente, si no que su crítica del capitalismo fluyó desde una comprensión distintiva y específica de lo que se necesita para reemplazarlo. Tenemos que volver a la concepción de Marx de la trascendencia de la producción de valor para satisfacer nuestras necesidades actuales.

Cabe destacar, sin embargo, que nuestro punto de partida no puede ser solo lo que Marx escribió en 1843 o 1883. Debe centrarse en lo que el proceso de 40 años de desarrollo del marxismo-humanismo de Raya Dunayevskaya reveló sobre el trabajo de Marx. A través de sus estudios de Marx, los postmarxistas y la dialéctica hegeliana de la negatividad, descubrió que el marxismo no era una mera teoría de la lucha de clases sino más bien una filosofía de “revolución permanente”. Es decir, para Marx, el proceso de transformación revolucionaria nunca fue un acto singular. La negación de la propiedad privada, del mercado y de la burguesía, por necesarias que sean, solo eran para Marx un paso en el proceso de la revolución permanente. Como dijo Marx en 1844, el “comunismo burdo”, que suprime la propiedad privada en los medios de producción, no es más que una primera negación. Para lograr una verdadera libertad del capitalismo, que él define como “humanismo positivo, partiendo de sí mismo”, se necesita mucho más: la negación de la negación. Esta concepción de movimiento propio a través de la segunda negación, según demostró Dunayevskaya, impregna todo el trabajo de Marx. Reevaluando el concepto de Hegel de la negatividad absoluta, ella ayudó a revelar la amplitud y profundidad de la crítica de Marx de la sociedad existente, así como su comprensión de lo que se necesita para superarla.

El trabajo como alternativa al capitalismo es una ardua tarea. No es algo que pueda hacer un solo individuo o incluso una sola organización. Se necesita un esfuerzo colectivo de pensamiento, lucha, experiencia y discusión. La Organización Internacional Marxista Humanista ve su papel como un catalizador en esta necesaria tarea que esperamos que todos los presentes puedan ayudarnos a seguir desarrollando, como parte de nuestra respuesta a las crisis endémicas de hoy.

Los movimientos contra las medidas de austeridad en curso, especialmente en Estados Unidos y Europa, son una señal prometedora de que está surgiendo una nueva generación que está buscando alternativas al capitalismo. El éxito de estos esfuerzos determinará en gran medida el curso de los acontecimientos en las próximas décadas.

[1] Paul Krugman “Plutocracy, Paralysis, Perplexity,” The New York Times, 4 de mayo 2012, pág. 23.

[2] Paul Krugman, “How to End This Depression,” The New York Review of Books, 24 de mayo, 2012.

[3] Quoted in David Brooks, “What Republicans Think,” The New York Times, 15 de junio 2012, pág. 33.

[4] Joseph Joffe, “I Come to Praise Ms. Merkel Not to Bury Her,” Financial Times, 20 de junio 2012, pág. 11.

[5] Rosa Luxemburg, Die industrielle Entwicklung Polens, in Gesammelte Werke, Band 1/1 (Berlin: Dietz Verlag, 2007), pág. 209.

[6] Luxemburg, Die industrielle Entwicklung Polens, pág. 190.

[7] Martin Wolf, “Panic Has Become All Too Rational,” Financial Times, 6 de junio 2012, pág. 9.

[8] Jack Ewing, “Facing a Teetering Greece, Europe Plans for the Worst,” The New York Times, 25 de mayo, 2012, pág. 12.

[9] Karl Marx, Capital, Volume Three, traducido por David Fernbach (New York: Vintage Books, 1981), pág. 372.

[10] Raya Dunayevskaya, “Presentation on Form and Plan,” en The Raya Dunayevskaya Collection, N°. 9253.

[11] Véase Leon Trotsky, The Revolution Betrayed (New York: Pioneer Publishers, 1945), pág. 54

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